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La mentira, una reivindicación moral


La mentira, una reivindicación moral. (Ilustración, Centennial: Gérman Gómez).

Una forma de pensar cualquier concepto es pensarlo a partir de sus oposiciones. Por ejemplo, si queremos pensar a la verdad, ¿cuál sería su contrario? La falsedad, la ficción o la apariencia; seguramente estaríamos de acuerdo en que es la mentira.


Solemos pensar siempre a la verdad en oposición a cualquiera de estos conceptos, pero claramente la noción de mentira tiene una mayor preponderancia. ¿Ahora es así? ¿Es el opuesto de la verdad, la mentira? ¿Están ambas categorías opuestas en el mismo plano?


Fíjense que, si pensamos en el acto de mentir, el mentir no habla de la información dada. Mentir tiene siempre que ver con una cuestión de intención. O sea, el que miente sabe la verdad, pero decide no decirla. Esto significa que la mentira no es una cuestión de información, de datos, sino una cuestión de voluntad, de querer o no querer decir algo; o sea, una cuestión ética.


Por eso es importante delimitar esferas. Si mentir es no querer decir la verdad, cuando pensamos en el querer decir la verdad, utilizamos otra palabra: veracidad. Ser veraz es querer decir la verdad y, en oposición a ello, está la mentira; es una cuestión del querer y no del saber. Y por eso es un acto insondable.


De hecho, el mentir es un acto absolutamente personal, muy propiamente subjetivo. Hasta me animaría a decirles que nadie podría demostrar a ciencia cierta que el otro está mintiendo. Ya que es una cuestión de voluntad de intención y es imposible acceder a esa esfera interior, a esa conciencia que define lo que queremos o lo que no queremos.


Nadie puede saber si alguien miente, ya que el mentiroso podría siempre justificar su acto como un error o una equivocación. ¿Y si la verdad no fuese más que la mentira más eficiente? Tal vez la oposición más clara acerca de la verdad se dé con la falsedad. Ya no sería una cuestión de querer, sino de saber. De hecho, muchos podrían estar afirmando falsedades creyendo que dicen la verdad. Pero, ¿podemos definir que algo es falso de manera taxativa?


Nietzsche dice que «no hay hechos, sino interpretaciones». O sea, que siempre que accedemos a algún tipo de conocimiento e intentamos saber lo verdadero, al mismo tiempo lo estamos interpretando. Esto no significa que no haya una realidad o que no hayan hechos; significa que el ser humano siempre conoce una versión parcial de la realidad, una versión de la misma. Por eso, Nietzsche también dice que «la verdad es una cuestión de metáfora». Un conjunto de metáforas en permanente estado de combate, donde la metáfora más eficiente y, por ello, la más poderosa, es la que finalmente se establece como verdadera.


Se puede plantear una guerra para imponer mi interpretación como si fuera la única verdad, o se puede apostar a que la clave de toda verdad está en el diálogo con el otro. La diferencia que plantea el que no piensa como yo es que, si todo es interpretación, nadie tiene la verdad: todos la tienen.


Por la verdad se han cometido los más grandes exterminios. En nombre de la verdad se ha explotado al semejante, se ha invisibilizado al diferente. Poner a la verdad en la esfera de la interpretación supone ya una apuesta a la libertad, una forma de disolver toda violencia.


En cierto sentido, hay una misma lógica cuando se afirma una verdad absoluta o cuando se quiere hacer pasar la propia interpretación como si fuese la única. Se trata de violencia, y a la violencia se le enfrenta priorizando al otro.


Aceptar la diversidad de lo que somos es ya una manera de entender que, si mis verdades son lecturas, las de los otros valen tanto como las mías; aceptar el devenir de lo real es una manera de comprender que aquello en lo que hoy creo, mañana puede ser de otra manera.


Tal vez, como planteaba Sócrates, si no hay una única verdad, lo que nos queda es deconstruir y desenmascarar a quienes se creen sus dueños y portadores. Deconstruir para ser más libres.

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