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Marta

No la recuerdo aún, está presente.

Marta. (Ilustración, Centennial: Gérman Gómez).

A veces, cuando el orgasmo se nos caía encima como una lluvia de estrellas, la sentía sola, como una varita de incienso que se consume en dar un ambiente agradable.


Casi dos años, o dos vidas, vivimos reunidos. Era como una mariposa de mar, tenía alas en sus ojos de jungla y siempre volaba dentro de mí. Tenía sed de horizontes y yo le decía que no se pusiera límites.


Desde la morisca mezquita de mi vida la envolví, la mezclé en mi noche prometiéndole día.


Por naturaleza era escritora —lo confieso— infernalmente escritora. Las palabras escritas eran para ella como las caricias al amante. Cuando iba uniendo las letras y luego las palabras, éstas se llenaban de vida, ¡se movían! Pescaban el resplandor del arco iris. Poseía una magia muy especial. Una vez escribió la palabra “grillo”, y las seis letras empezaron a saltar sobre el papel.


Bueno, no sé cómo continuar, pero tengo que alertarlos, alarmarlos, alarma. Al principio sus conciencias les dirán que mi comportamiento no fue el correcto, pero luego —cuando sepan la verdad— estarán de mi lado, apoyándome, dándome fuerzas para continuar en mi noble misión.


Yo le robaba las letras de mar que ella escribía sobre el día del iluminado papel, me entraba un gozo especial, era como una sensación profunda de placer.


El último —mejor dicho— uno de los últimos cuentos que leí de ella, se trataba de Luciano, un joven poeta que daba largos paseos por el cementerio de una gran ciudad. Él pensaba que éste era un lugar ideal para leer y pensar. Te describía el cementerio, las diferentes tumbas que más que símbolo a la muerte eran a la vida, las flores muertas que eran sacrificadas a los muertos, las ideas que sobre la vida allí nacían. Una vez le habló a Luciano y le preguntó el porqué de sus visitas diarias al cementerio, Luciano le respondió que se había enamorado de una estatua colocada sobre la tumba de una joven mujer y que cada día por la mañana, cuando los muertos se despertaban, él deslizaba poemas de amor por la rendija de aquella tumba. Luego seguía el cuento con que Martha le había presentado a Luciano una amiga.


Esta amiga era una especie de bruja; leía el tiempo, es decir, el pasado, presente y futuro.


Poseía una videncia, por ende, una relación muy estrecha con los espíritus.


Esta amiga-bruja conoció a Luciano, vio que detrás de él se encontraba el espíritu de una joven mujer poseída por el amor. ¡La muerta también se había enamorado de Luciano! Eran sensaciones terribles, pero aunque fueran del tema más frío, al leerlas sus palabras siempre me producían unas cosquillas agradables que se intensificaban... y por último se transformaban en un delicioso orgasmo.


Sus palabras unidas tenían la magia del orgasmo.


Me bañé en sus letras y me empapé de la realidad de su peligrosa presencia para la humanidad, de lo que representaba en potencia para nosotros, para ti, para él, para todos; cuando supe el peligro que significaba que ella escribiera, ¡le negué sus cualidades de escritora!

Baño entre las letras de Marta. (Ilustración, Centennial: Gérman Gómez).

Se me había hecho la luz de la amenaza que se cobijaba en ella. ¿A ti todavía no?


Martha era pequeña, no tanto como ella creía; no caminaba, sino que parecía volar; sus pies no tocaban el suelo; sus ojos eran dos refulgentes estrellas que iluminaban nuestras vidas.

Su sed de horizontes la consumía y lo único que la calmaba era la escritura. ¡Ah! Pero se lo impedía.


Creaba orgasmos con sus letras o yo se los producía a ella, una de dos.


Había un solo camino para entrar en ella, mejor dicho, diez caminos, éstos eran sus diez largos dedos de las manos; eran la única forma humana de llegar a ella. Sus ojos no eran caminos, tenían mucha luz, demasiada claridad y te perdías; su boca: no, su boca era una iniciación para adorarla, un sacerdocio del que ya no se podía salir. Era necesario portarse muy inteligentemente, había que entrar por alguno de sus diez deseos-dedos, con ternura, mucha ternura.


Una vez supe dónde se escondía el fuego de su inspiración, se la robaba a cada instante, aunque ya me estaban faltando energías; sin embargo, la tenía que hacer mujer, pues era una especie de diosa. ¿Sabes en dónde la escondía?


Debo detenerme un momento, voy muy deprisa, debo ordenar toda mi experiencia al lado de ella. El lector creerá que tengo mucha imaginación o fantasía. Pero no es así: ¡es magia! Claro que no la podemos ver, pero llena todo el espacio que llamamos vida. Prepárense a encontrarse con ella, es la magia de Martha. Despeje la niebla de su incredulidad y trate de aterrizar en el terreno que le colocaré inmediatamente.


Descubrí el lugar donde Martha guardaba su inspiración una noche de luna llena. El calendario lunar indicaba que aquella noche saldría aquel agujero iluminado que nos baña de romanticismo. Pero no aparecía la luna por ningún lado, unas estrellas tímidas se asomaban sigilosamente.


Entré por uno de sus dedos —muy precavidamente— junté los diez caminos; me aventuré a adorarla y besé su boca, sintiendo rápidamente como cuando la lluvia cae por primera vez en el desierto; una sensación de ausencia de todo y de reunión de todo. Salí de la vida y entré al ojo del huracán del placer. Fui recorriendo el universo de su cuerpo con las naves de mis instintos. Subí sus volcanes con mis labios, quemándome con la lava del deseo. Mis manos se volvieron independientes y gozaban de un placer propio, recorrían todo el celaje de su cuerpo. Juntamos nuestra desnudez, jugamos a ser niños y adultos a la vez. Nos llenamos de cien años de amor. Deposité sus caderas de marfil bronceado sobre las palmas de mis manos y al mismo tiempo sus tobillos árabes me frotaban el cuello, fui penetrando lentarápidamente por una selva luminosa que encontré en medio de sus piernas.


Todo mi pesado cuerpo era cómplice en la penetración, al mismo tiempo, mis fuerzas levantaban aquel pájaro de mil colores para estrecharla aún más. El placer cobraba vida.


Había entrado mil kilómetros en sus entrañas, tocaba las más profundas cuerdas de su ser y una música inimaginable me convertía en inmortal.


De repente entré por un corredor sin fin de vivos colores y, cuál sería mi sorpresa, allí encontré toda la obra de pintura impresionista del mundo. ¡Fue increíble! Pero allí estaba. Se me aparecieron las mujeres pintadas por Toulouse Lautrec, las flores vivas de Renoir, los cielos fuertes de Van Gogh... y miles más. Todavía absorto en mi sorpresa, me di cuenta de que al fondo aparecía una claridad inconmensurable y mi curiosidad se desbocó, a medida que me acercaba, aquella luz se hacía más intensa; parecía que toda la luz del Universo estaba reunida. Mis ojos ya no soportaban tanta intensidad, pero haciendo un esfuerzo me acerqué más y vi... sí..., vi a la luna llena; ella tenía la Luna llena en el centro de su ser, allí estaba su inspiración, lo que alimentaba su escritura.


Era su templo, el santuario desde el cual los sacerdotes de sus palabras lanzaban su mágica religión.

El santuario de Marta. (Ilustración, Centennial: Gérman Gómez).

Ella jadeaba, gozaba sin límites, no se percataba de que yo estaba conociendo su núcleo o el placer le robaba la razón.


Al tocar con el ariete de mi formología esa luna llena, observé por la ventana que, poco a poco, la luna aparecía en el cielo negro e iba cobrando claridad; las estrellas corrieron al lado de su madre. Así me fui robando su inspiración hasta el último rayo de luz. Entraba y salía, salía y entraba. Visité todos sus centros de poder. Fui iconoclasta. Entraba y salía. Se nos iba la vida por el río inmenso y caudaloso del placer.


Ella temblaba de pasión, vibraba de encantamiento; ¡gritaba!, reía, lloraba, me acariciaba con la ternura antigua del mundo, me besaba, ¡te encontré! me decía. ¡Has llevado la primavera al agua! Me gritaba.


Por último, y haciendo acopio de todas mis energías, bajé a probar el sabor de la inspiración que todavía le quedaba. Mi lengua caminó por veredas de tulipanes, recorrió todos sus jardines. Le robé todo, ¡la dejé sin nada!


Así pasaron varios días. Ella era feliz cuando visitaba sus coloniales interiores con mi ser. Yo comprobaba que no nos había sustraído nada a los humanos, pero... con un solo día que no fuera de excursión dentro de ella, empezaba a escuchar la radio o en televisión, o al leer los diarios, que había desaparecido un bosque, un lago, un río, en forma misteriosa, o el cielo se ponía triste porque no brillaban las estrellas.


Yo sabía en dónde se ocultaban esos tesoros de nuestro universo, y... también sabía, que se consumirían cuando ella escribiera en la hoguera del orgasmo; y entonces... mi obligación como ser digno, como humano —por la humanidad— por ti, por él, por nosotros, consistía en abretesesamear esa gruta sin fin.


A veces, la sentía con ganas de volar, de escribir, y tenía que inventar, idear, crear nuevas formas, nuevos escenarios para robarle la inspiración. La belleza del mundo dependía de mi creatividad. En las oscuras sábanas en donde “no reposábamos”, regaba miles de pétalos de perfumadas rosas: blancas, rojas, amarillas, lilas, rosadas; al acostarnos, estos pétalos se pegaban a nuestro cuerpo por el sudor de la ternura frotada; nos iluminábamos de colores, después los desprendía beso a beso, al compás del ritmo de otras caricias; la fragancia se instalaba. O le colocaba siete fresas y le tapaba los ojos, luego me nutría lentamente de fresa y piel, jugando a las escondidas con su imaginación.


Otro día, la hice entrar en la habitación a oscuras. ¡La ausencia de luz nos acompañará! —le dije— al empezar a comprobar si se había robado algo que nos pertenece a los humanos, encendí la luz y... y su ser se contorsionó como cuando una orquídea se abre a la vida, me abrazaba como nunca, toda su piel se me entregaba para que la sacrificara en el altar del placer. ¿Te imaginas lo que pasaba? Aquella tarde ya la había dedicado a pegar en todo el techo de la habitación pétalos de rosa blanca reina y luego escribí con pétalos de príncipe negro, con letras grandes: ¡Martha, te amo! Pasión púrpura sobre plumas de paloma.


Todos los días me ingeniaba un nuevo mundo, un templo diferente. La ayuda que me hubiera prestado Lope de Vega, si viviese.


Ayer coloqué sobre la cama una manta de finísimas rodajas de pepino, no sin antes recordarle hasta el cansancio a Martha que el pepino era lo mejor para la piel y cuando... ¡No! por favor no, no me hagan contar la técnica que desarrollé; debemos entrar en el tema, en la peligrosidad de ella.


Hace un mes, sus diez deseos-dedos se empezaron a alargar, crecían cada segundo; una especie de pinocho dedal y sin mentiras. Una auténtica manifestación-protesta de su ser escritora. Yo había escondido todas las plumas, bolígrafos y cualquier objeto que le sirviera para escribir; sus dedos se alargaban hacia los lugares en donde había escondido esos infernales instrumentos; o posiblemente querían robarme la inspiración que yo había descubierto adentro de ella. Ella me amaba, pero sus dedos se rebelaban. ¡Ah! Pero encontré la solución. Tú eres escultora —le dije—; he soñado que eres escultora; según tu horóscopo eres escultora. Y así... una mañana le llevé la arcilla, desde entonces sus dedos se estrellaban contra el barro. Afortunadamente logré detenerlos en su loca carrera, en sus diez carreras, sus ladronas carreras.

¡Martha, te amo! (Ilustración, Centennial: Gérman Gómez).

Pero no fueron únicamente sus dedos... ¡Pasaron tantas cosas! Déjenme contarles lo que pasó con el pelo.


Martha tenía una larga cabellera que brillaba con luz de amanecer, parecía un río cristalino que se había enamorado de la noche y hacían el amor constantemente. Negra como la luz más fuerte que nos hace cerrar los ojos. Ella esculpía todo el día, en la noche... bueno, ya ustedes saben; pero en mis momentos de atención erótica, empecé a darme cuenta de que, sobre la cama de dibujos que le había construido, empezaron a aparecer unas letras que yo no había hecho. Me intrigué, fui al baño para lavarme el rostro, para quitarme las gotas que eran testigos de mi loable misión, cuando vi... que en el blanco lavabo habían aparecido unas letras que formaban palabras, al leerlas me di cuenta de que era un bellísimo cuento, un sorprendente cuento mágico, y empecé a sentir las cosquillas que se volvieron un inmenso orgasmo. ¡Era ella! Las letras estaban formadas por cabellos, sus cabellos se desprendían y trepaban por las paredes, por el suelo, por todas partes; formaban letras, palabras y... el peligro de la escritura de nuevo.


Sentía que los miles de pelos tenían ojos y me miraban con enemistad; era el cuento de los mil y un pelos, pelos escritores; —estaba desesperado—.


¡La escoba! sí, la escoba sería la solución; barría de día y de noche, descuidaba mis labores; la escoba se hizo mi inseparable amiga.


¡Que las labores del hogar no descansen sobre los hombros de una escultora! —le decía.

—¡Déjame llevar lo que las mujeres han cargado históricamente! —¡Déjame sufrir la imposición que los hombres les hemos echado encima!


Y así, repetía sin cesar, pero los pelos traidores se escondían, se trepaban por las paredes los ingratos.


Allí estaba yo todo el día y la noche, escoba en mano, atento a cualquier señal cabellezca.


Una noche me desperté con señales de asfixia y eran los cabellos que se habían unido para formar una soga y pretendían asesinarme. Tuve que actuar; ser pelos o no ser pelos, ésa era la cuestión.


El pelo largo te envejece —le repetía como letanía.


Yo deseo la juventud; ayer soñé con una mujer de pelo corto.


Una noche cuando le robaba humanamente la inspiración en un escenario maravilloso, aunque anti-pelos, ya había preparado unas largas tijeras y en el momento del éxtasis... ¡Zas! se lo corté.


Sólo así los pelos dejaron de ser potenciales asesinos y escritores independientes.


¿Has comprendido la peligrosidad de Martha?


Imagínate un mundo donde se puedan alcanzar orgasmos con un libro, con revistas, con la televisión, la radio y tantos objetos comunicantes más que difundieran los escritos de Martha; suponte que este descubrimiento cayera en manos de los japoneses y lo transistorizaran de miles de formas, automóviles con orgasmo, sillas con orgasmo, lave con tal detergente que sentirá orgasmo —sería el colmo—, significaría la vulgarización del orgasmo, y esto a cambio de perder el amor. ¡No! Rotundamente, no. ¡Qué seríamos sin el amor! Con lo cómodos que somos.


Esto no sería regresar a la naturaleza, sería un mundo de autómatas, ¡Alerta, ecologistas!

¿Has captado el peligro al fin? ¿Has comprendido mi labor?, aunque placentera, pero loable, humanitaria.


En este momento estoy escribiendo al mundo, a todos los seres del Universo, pues ha pasado algo terrible: hoy cuando regresé a casa, encontré un escrito de Martha Orgasmo, que me decía... con un cuento en el cual me convertí en orgasmo, que se iba en busca de horizontes, que algo la llamaba y que este algo era superior a sus fuerzas. ¡Martha se ha ido!

Vea ahora lo diabólico de la situación; ahora han sido los orgasmos los que se han unido y la han empujado a irse. Le han enseñado su destino, un destino que no es de esta constelación, pero lo va a realizar acá en nuestro planeta y, luego, posiblemente se vaya a otros. ¡Es horrible!


Ella va, en este momento, en autobús, metro, avión, o en cualquier medio de locomoción.


¡Esté atento!, si observa a su alrededor a una iluminada mujer joven que escribe... ¡Tenga mucho cuidado! Puede ser ella, ya estará preparando la muerte del orgasmo natural, el fallecimiento de ese solecito que se vuelve miles de cataratas de estrellas al frotarnos nuestras ansias. La principal característica de ella es que debe estar escribiendo; vea cuidadosamente si de las letras emana una especie de colores arcoirescos, si nota ese brillo —¡cuidado!— no la mire a los ojos, de lo contrario se lo beberá con su claridad, no toque uno solo de sus dedos, lo atraparía en las arenas movedizas del placer.

Ojos de Marta. (Ilustración, Centennial: Gérman Gómez).

Hace ya varias horas que no le robo la inspiración; en estos momentos ya habrá desaparecido varios bosques, lagos, ríos, o posiblemente, la luna de nuevo. La luna, sí... ¿En dónde está la Luna? ¡Ya no está! Se la han robado. ¡Dios mío, ayúdanos!


No intentes robarle la inspiración si la has encontrado. ¡No lo hagas! Avisa a la autoridad más cercana, recuerda que estás frente a la persona más peligrosa del universo. Ese aparente manantial de bondad es el infierno futuro de la humanidad, si no lo detenemos. La única solución es que yo le siga robando la inspiración; no intente realizar un parto a la inversa, eso lo destruirá...


Amable lector —como dicen los escritores lisonjeros— ¿sabes quién ha escrito estas líneas? ¿Has sentido una especie de cosquilleo en el centro de tu ser cuando leías? Relájate, déjate llevar por esas cosquillas y sentirás un delicioso orgasmo. ¡Relájate! ¡Relájate! ¿Tú no me tienes miedo, verdad?


Te escribe... Martha.

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